Un ingrediente necesario para ayudar es la empatía. La empatía es la habilidad de comprender los sentimientos de otra persona y de sentir lo que siente. La ayuda significativa nunca puede ser brindada sin empatía hacia la persona que la recibirá. Esto requiere ganar la confianza de la persona que usted está ayudando; escuchar con los ojos, los oídos y el corazón; tratando de comprender cómo se siente esta persona; y luego hacerle saber, por su desempeño personal, que usted realmente entiende. Uno que realmente entiende y practica la empatía no resuelve los problemas de otros, no discute, no intenta superar las historias de otros con las propias, no hace acusaciones, y no le quita el libre albedrío. Él simplemente ayuda a la persona a construir su autosuficiencia y autoimagen para que pueda tratar de encontrar sus propias soluciones.  —Elder Marvin J. Ashton, Conferencia General de octubre 1981

En el tercer artículo vimos que no escuchamos muy bien. Aquí seguimos examinando nuestra dificultad en escuchar bien.

Mostrar lástima es muy diferente que la empatía.

Mostrar lástima es muy diferente que la empatía. Frecuentemente brota de nuestro afán para volver a la normalidad más que nuestro anhelo por ayudar. Una de mis ilustraciones favoritas que demuestra la diferencia entre la lástima y la empatía viene del libro The Helping Interview (La entrevista que ayuda) de Alfred Benjamín. Él nos cuenta de un caso donde debemos enfrentar a una joven que está sufriendo mucha aflicción:

«Cuando Lucy dijo, —Nunca me casaré ahora que estoy discapacitada—, ¿qué hiciste? Sabes que te sentiste pésimo; que el peso de todo el mundo había caído sobre ella. ¿Pero qué le dijiste? ¿Qué le mostraste?».3

Antes de completar la cita me gusta preguntarles a los participantes de mis talleres, si es que Lucy fuera su hija, hermana menor, mejor amiga o sobrina de diecisiete años o si usted estuviera ministrándole, ¿qué les gustaría decirle? Algunas de las respuestas más comunes incluyen:

«Que su belleza interior es más importante que las apariencias externas». «Que todavía es bella». «Que si un joven no puede ver su belleza, que no se la merece». «Que la medicina moderna puede lograr milagros y quizá su recuperación pueda ser más completa de lo esperado».

Benjamín continúa:

«¿La ayudaste a desahogarse; a decirlo; todo lo que estaba sintiendo; para que ella misma lo escuchara y lo examinara? Casi dijiste: —No seas tonta. Eres joven y linda e inteligente y quizá… ¿quién sabe? tal vez…— Pero no lo hiciste. Le habías dicho cosas parecidas a otros clientes en el hospital hasta que aprendiste que los hacía callar. Por lo que esta vez simplemente la miraste y no estuviste asustado de sentir lo que los dos estaban sintiendo. Entonces dijiste: —En este momento sientes que toda tu vida ha sido arruinada por este accidente. —Precisamente —contestó ella llorando a lágrimas. Después de un instante continuó hablando. Todavía estaba discapacitada, pero habías permitido que ella lo detestara y confrontara».4

Algunos de los comentarios relacionados con la belleza e inteligencia de Lucy quizá puedan ser compartidos, pero más tarde, sólo después de que Lucy se haya sentido realmente escuchada y no tenga más que decir.

Como ya hemos aludido, hay numerosas maneras en las que minimizamos las necesidades de otros, aun cuando pensamos que sabemos escuchar. Al contrario, mostramos que no estamos escuchando. Por ejemplo, podemos intentar compartir nuestras propias historias de pérdida, desilusión o triunfo antes de que la persona que esté hablando haya tenido la oportunidad de sentirse escuchada. Quizá podemos pensar que al compartir nuestras propias experiencias demostramos que realmente estamos escuchando, pero la otra persona suele sentir que le hemos robado el papel de protagonista.5 Esto no significa que no podamos compartir nuestros cuentos y experiencias, sino que primero deberíamos escuchar, realmente escuchar.
Algunos confunden la escucha empática con el silencio. Nuestros primeros intentos de escuchar en forma empática son frecuentemente traicionados por nuestros rostros y lenguaje corporal que suelen decir: «Cállate ya, para que te pueda dar buenos consejos».

¿Alguna vez ha intentado hablarle a alguna persona que no da ninguna indicación de lo que está pensando? No sabemos si están aburridas o nos están juzgando. Cuando la gente tiene sentimientos intensos que compartir, es raro que expongan su mayor vulnerabilidad al abordar el tema de inmediato. Lo podemos comparar con un témpano. Sólo una octava parte se asoma a la superficie, mientras que el resto permanece sumergido bajo el océano. No vemos el gran dolor oculto.

Cuando alguien dice: «Estoy preocupado porque…» y otro le responde: «Te preocupas demasiado», la persona agitada no deja de sentir ansiedad. En cambio, se da cuenta que no puede compartir su tribulación en forma segura con tal individuo. Asimismo, cuando una persona procede a dar sugerencias antes de comprender la situación, algunos pretenden estar de acuerdo simplemente para desprenderse de tal “ayudante”.

En el próximo artículo veremos lo que es la fase diagnóstica, o la luz amarilla.