Este 15 de mayo celebramos una nueva conmemoración de la restauración del Sacerdocio Aarónico. Muchos de nosotros conocimos la Iglesia desde pequeños o en nuestra juventud. Otros siendo ya adultos. Sin importar el momento de nuestra vida en el que nos unimos a la Iglesia mediante el convenio bautismal, todo varón digno tiene algo en común con su hermano: hemos sido poseedores del Sacerdocio Aarónico. En esta columna me referiré en particular al oficio de Diácono, y en especial a la importancia de aquellos que son Diáconos.

A veces podemos tentarnos a pensar en el poseedor del Sacerdocio Aarónico, en el oficio de Diácono, solo como el joven que es. Tal vez vienen a nuestra mente los Diáconos de nuestra propia unidad o familia. A muchos de ellos los conocemos desde pequeños, incluso desde que nacieron. Vimos su paso por la Primaria. Puede que de vez en cuando nos moleste su irreverencia durante la Reunión Sacramental, y pensemos “¡cómo es posible que estos niños repartan la Santa Cena!”. En ocasiones los vemos jugar/pelear en los pasillos de nuestro barrio o rama. Quiero invitar al lector a ver un poco más allá de la anécdota, a dejar de pensar en aquel joven como “tan solo un Diácono”.

¿Cuál es la naturaleza del oficio de Diácono?

Para dejar de ver a los Diáconos solo como niños, debemos entender la naturaleza de su llamamiento. En otras palabras, debemos comenzar a verlos como Sacerdotes. Y para que ellos mismos sean consientes de su llamamiento sacerdotal, nosotros, sus líderes, padres, madres, hermanos, etc., debemos ser consientes de ello.

Si bien lo que paso a explicar ahora se aplica a todo sacerdote, me gusta pensar que en especial nos ayuda a comprender la naturaleza del llamamiento de un Diácono. Todo sacerdote se constituye en un símbolo del Gran Sumo Sacerdote, que es Cristo. Tal como aprendemos en DyC 45:3-5, Jesucristo en nuestro Intercesor y Mediador ante el Padre: “Escuchad al que es vuestro intercesor con el Padre, que aboga por vuestra causa ante él, diciendo: Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste; ve la sangre de tu Hijo que fue derramada, la sangre de aquel que diste para que tú mismo fueses glorificado; por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y tengan vida eterna”.

Cristo ganó el derecho de ser el Mediador de toda la humanidad mediante el sacrificio expiatorio. Esta verdad eterna se enseñó desde la antigüedad, entre otras formas, mediante el rol del levita y sumo sacerdote en los tiempos del Antiguo Testamento, bajo la ley mosaica. En el manual de Instituto del Nuevo Testamento se nos enseña que “Cristo es el mediador del Nuevo Testamento en la misma forma en que los antiguos sacerdotes eran mediadores del Antiguo Testamento, o ley de Moisés. Jesús vino «para. . . por el sacrificio de sí mismo. . . quitar de en medio el pecado» (Hebreos 9:26). Así como el antiguo sumo sacerdote entraba en el lugar Santísimo en la tierra y esparcía la sangre del cabrío sobre el asiento de la misericordia, del mismo modo Jesucristo entró en el santuario del cielo mismo, para interceder ante el Padre en bien de aquellos cuya penitencia os hiciera dignos de su acto de misericordia”1.

En definitiva, podemos afirmar que los sacerdotes son también mediadores entre Dios y su pueblo, a semejanza del Unigénito. Lo explicaré de otra manera: ¿puede un miembro, por muy digno que sea, darse a sí mismo una bendición de salud? ¿O puede una hermana repartirse la Santa Cena? ¿Puede un investigador bautizarse a sí mismo? Para cada ordenanza es necesaria la mediación de un sacerdote, sin el cual es imposible realizar los convenios sagrados que nos ayudarán a obtener la exaltación. De igual manera, sin la Expiación de Jesucristo, nuestros propios actos no pueden justificar ninguna bendición, y no podríamos obtener la vida eterna, por muy dignos que seamos. A esto se refería Pablo al señalar que “por la gracia del Señor Jesús seremos salvos”2.

Entonces, un Diácono también es un mediador entre Dios y su pueblo, pues también es un sacerdote.

¿En qué consiste la mediación de un Diácono?

Pareciera más fácil entender la mediación que realizan los sacerdotes poseedores de otros oficios, como por ejemplo en las ordenanzas del Templo o en el bautismo. Pero, ¿cómo un Diácono actúa como mediador? Si bien la respuesta completa abarcaría numerosas aristas (como por ejemplo, al recolectar las ofrendas de ayuno), me enfocaré en una sola, que tal vez sea la más importante de todas: al repartir la Santa Cena.

La Santa Cena es el símbolo del Nuevo Pacto que Cristo instituyó antes de Su muerte como recordatorio constante de los convenios que hemos realizado. Con el sacrificio de Jesucristo se cumplió en plenitud la ley de Moisés, por lo que los holocaustos ya no eran necesarios como recordatorio y símbolo de Cristo, siendo reemplazados por nuestro arrepentimiento personal. El Salvador enseñó esta verdad en el continente americano: “Y vosotros ya no me ofreceréis más el derramamiento de sangre; sí, vuestros sacrificios y vuestros holocaustos cesarán, porque no aceptaré ninguno de vuestros sacrificios ni vuestros holocaustos. Y me ofreceréis como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Y al que venga a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo bautizaré con fuego y con el Espíritu Santo, así como los lamanitas fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo al tiempo de su conversión, por motivo de su fe en mí, y no lo supieron”3.

Sin embargo, también necesitamos un recordatorio palpable, tangible y constante de nuestra necesidad de ofrecer un sacrificio aceptable, es decir, un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Dentro de los múltiples propósitos de la Santa Cena se encuentra, justamente, servirnos de recordatorio semanal de este convenio que hemos realizado.

¿Quién fue el Primero en preparar, bendecir, y obviamente repartir la Santa Cena? La respuesta la encontramos en la narración de Mateo: “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y lo bendijo, y lo partió y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos;  porque esto es mi sangre del nuevo convenio, que por muchos es derramada para remisión de los pecados”4.

Nótese que Cristo dio el pan y el vino. En lenguaje moderno, podemos decir que Él les repartió la Santa Cena a Sus discípulos. ¿Y a quiénes el Señor ha encomendado esa tarea, en estos los últimos días? A los Diáconos. Tengamos presente, entonces, que cada vez que ese joven Diácono reparte la Santa Cena, se constituye en un símbolo de Cristo, ofreciéndonos la oportunidad de poner sobre el altar nuestro corazón quebrantado y espíritu contrito. Hoy los levitas modernos no esparcen la sangre del holocausto; reparten pan y agua.

Conclusión

Para finalizar, quiero invitar al lector a meditar en la importancia del Sacerdocio Aarónico en nuestras vidas. Seamos ejemplos para estos jóvenes, que se están preparando para oficiar en las ordenanzas del Sacerdocio de Melquisedec. Y en especial, instruyamos a nuestro jóvenes, para que sean consientes de la gran labor que desempeñan.

[1] La vida y enseñanzas de Cristo y sus Apóstoles, p. 413.

[2] Hechos 15:11.

[3] 3 Nefi 9:19-20.

[4] Mateo 26:26-28.


Este es un artículo de opinión donde el autor expresa su punto de vista el cual es de su exclusiva responsabilidad y no necesariamente representa la posición de El Faro Mormón o la de alguna otra institución.