Nunca jamás había visto algo así en la sacramental. El hermano se quedaba ahí sentado, con la mira fija en el presidente de rama y una expresión de odio férreo. Justo después del fin de la reunión, se levantaba y se iba, saludando a pocos y despidiéndose de casi nadie.

Así fue todos los domingos.

Venía a la capilla en un traje bonito, pulcro y bien arreglado. Se sentaba y miraba al presidente de rama con un odio de negro oscuro. Justo después de la oración final, se iba.

¿Por qué?

Años antes, este hermano (a quien le daremos el apellido de Sandemetrio para proteger su identidad) había sido consejero de otro presidente de rama (el hermano Bonachera, otro apellido ficticio), un hombre más joven pero con más experiencia en la Iglesia en aquel entonces. 

El hermano Bonachera era buena persona, pero, según el hermano Sandemetrio, cometía muchos errores. En una de sus reuniones de presidencia de rama, el hermano Sandemetrio leyó al hermano Bonachera una lista de todo lo que hacía mal.

El hermano Bonachera lo tomó muy a pecho y, desde entonces, se esfumó su amistad. Podían servir en la Iglesia juntos, pero no como antes.

El tiempo pasó y luego se le llamó al hermano Sandemetrio como presidente de rama. Uno de sus consejeros fue el hermano Pregonas (otro apellido ficticio) y el otro era fue el hermano Bonachera.

El hermano Sandemetrio opinaba que sus dos consejeros, en vez de brindar apoyo, se le oponían y le contradecían debido al rencor que el hermano Bonachera le guardaba.

Después de que revelaron al hermano Sandemetrio, este se rehusó a aceptar otro llamamiento. Simplemente venía a la capilla, se sentaba, y miraba al presidente de rama nuevo con amargo resentimiento.

¿Quién era el presidente de rama nuevo?

Era el mismo hermano Pregonas, quien había sido su consejero.

Todos los demás hermanos de la rama estaban enterados y se sentían bastante divididos. El hermano Sandemetrio era querido por muchos. En la mayoría de las circunstancias, tenía un carácter agradable. Conocía bien las escrituras y, aunque sin llamamiento, había ayudado a varios generosa y voluntariamente.

¿Sería cierto lo que decía sobre el presidente de rama? ¿Quién tenía la cupla? Felizmente, nadie se inactivó del todo, pero tampoco estaban muy unidos.

Durante un conflicto parecido en los primeros años de la restauración, el Señor reveló lo siguiente a los líderes de la Iglesia: sed uno; y si no sois uno, no sois míos.[i] El Libro de Jueces nos da ejemplos dramáticos y claros de por qué la unión en el pueblo del convenio es tan importante. 

Una y otra vez, los hijos de Israel son subyugados por pueblos ajenos. ¿Por qué son subyugados? ¿No acababan de conquistar la tierra prometida en el Libro de Josué? 

Bueno, hasta cierto punto. 

A algunos pueblos no podían vencer inicialmente por falta de fuerza. Una vez bien instalados en la tierra prometida, con fuerzas de sobra, hicieron caso omiso al mandato del Señor y optaron por subyugar a estos pueblos en vez destruirlos. ¿Por qué destruirlos si puedes extraerles un tributo anual? 

Además, el Señor había prohibido la violación y el saqueo. ¿Para qué ir a la guerra si no podían abusar de las mujeres y robar a las familias? En total, ya habían conquistado lo bastante para que pudieran establecer pueblos, ranchos, granjas, y otras herencias que podían pasar a sus hijos. No ganaban nada material con destruirlos, pero sí ganaban mucho con subyugarlos, como lo hacían todas las naciones fuertes.

Pero dejar a estos pueblos como vecinos se convirtió en una tentación. Se emparentaron con ellos por el matrimonio, algo estrictamente prohibido por la ley de Moisés.

Uno puede preguntarse ¿por qué? ¿No había también solteros disponibles entre las familias de Israel?

Una explicación posible es el dote. Los pueblos subyugados tenían un motivo para congraciarse con los hijos de Israel, con los conquistadores. 

Una manera de hacer las paces que se practicaba por muchos siglos en muchas partes del mundo era a través del matrimonio. Tenemos que recordar que el cortejo moderno, donde los jóvenes salen, se conocen, y se eligen mutuamente en matrimonio (con o sin el permiso de los padres), es una anomalía histórica. El matrimonio arreglado por los padres es lo que practicaban prácticamente todos los pueblos del planeta.

Una cosa es invadir o subyugar a otro pueblo, otra es hacerlo a los suegros, pero en una generación, no se trata invadir ni a suegros ni a cuñados, sino a primos. 

Así que ¿cómo puede un amorita, con una hija, convencer a un israelita, con un hijo, que acepte que sus familias deben unirse por el matrimonio? Por medio de un dote generoso.

Así que amorita se gana un aliado entre los conquistadores y el israelita se enriquece aún más.

Pero ahí se cumplió la profecía de Dios dada por medio de Moisés unas generaciones antes:

«Por tanto, no harás alianza con los moradores de aquella tierra, porque se prostituirán en pos de sus dioses, y ofrecerán sacrificios a sus dioses, y te invitarán, y comerás de sus sacrificios; o tomando de sus hijas para tus hijos, y prostituyéndose sus hijas en pos de sus dioses, harán también que tus hijos se prostituyan en pos de los dioses de ellas.»[ii]

Cuando el Señor emplea palabras como «celoso» y «prostituir» para describir la relación que tiene con el pueblo del convenio, es porque la compara con la relación que existe entre esposos. Es celoso en el sentido de que no quiere que se comparta esta relación especial con nadie más. Cuando Su pueblo Lo adora a Él, y también a otros dioses paganos al mismo tiempo, lo compara con la infidelidad matrimonial.

El lector atento ya se habrá dado cuenta de dos partes del ciclo de orgullo en el Libro de Jueces. Los hijos de Israel son fortalecidos por Dios. Conquistan a sus enemigos. Luego, se ponen flojos y negligentes con su observación de los mandamientos: la manera principal de mostrar amor a Dios.

Todos sabemos lo que viene después: sufrimiento y destrucción. 

El Señor no nos obliga a mantenernos fieles a Él, pero, al mismo tiempo, si no guardamos nuestra parte de un convenio, llega el día cuando Él tampoco guarda la Suya.[iii] Ahí descubrimos lo vulnerables que estamos. 

En el caso de las tribus de Israel, esta vulnerabilidad los lleva a la derrota en el campo de batalla y a la subyugación política extranjera. 

El ciclo del orgullo sucede muchas veces en el Libro de Jueces. Cada vez que Su pueblo se arrepienta, el Señor levanta a un juez, o libertador, que los libera. Uno de estos libertadores fue Jefté.

Después de liberar a su pueblo de los amonitas, se ofendió mucho la tribu de Efraín. Acusaron a Jefté de no haberlos llamado a la guerra cuando él iba a expulsar a los ocupadores extranjeros. Jefté respondió que sí los había llamado a la guerra, pero no vinieron.

De una manera menos dramática, esto me recuerda mucho a las contiendas que he visto y escuchado entre varios hermanos de diferentes unidades de la Iglesia que están débiles.

«Pasé enfrente del obispo cuando los dos estábamos en el centro y ¡no me saludó!»

«¡La familia Fulana no invitó a mi hijo cuando iban a celebrar el cumpleaños de su hija!»

«¡Nunca me llaman a puestos de liderazgo porque no soy pariente de los Mengana!»

Se enojan tanto, se ofenden tanto, que los efrateos atacan a Jefté y al ejército de galaaditas (de la tribu de Manasés). Ganan los galaaditas, pero no esto no les basta. Quieren venganza, seguramente por la pérdida de sus compañeros que murieron en esta batalla tan innecesaria.

El español es un idioma internacional, con mucha variedad de pronunciación. Por ejemplo, se distingue muy fácilmente entre un paraguayo y un peruano por su forma de hablar. 

Dentro de los mismos países hispanohablantes, es, muchas veces, fácil de identificar de dónde uno viene. Un par de palabras clave delatan el origen de uno.

Lo mismo sucedía con los israelitas de aquel entonces. Los galaaditas y los efrateos hablaban el hebreo, claro, pero con acentos bien distintos. 

Para evitar que escaparan los efrateos, los galaaditas tomaron los puntos de cruce del río Jordán para que no pudiesen volver a sus tierras sin pasar primero por el ejército galaadita. Para atrapar a los soldados derrotados, los galaaditas obligaron a los viajeros a decir la palabra shiboleth, sabiendo que los efrateos la decían como siboleth, de una forma diferente y fácil de identificar.

Una vez identificados los efrateos, los galaaditas los mataron.

Felizmente, la matanza entre hermanos de la iglesia moderna es prácticamente inaudita, pero esta clase de disputas internas, lamentablemente, no lo son. El ejército de Jefté habría vencido a los amonitas más fácilmente, con menos pérdidas, con la ayuda de los efrateos y demás israelitas. Los efrateos habrían hecho mucho mejor agradeciendo a los galaaditas, aunque fuese verdad que estos faltaron invitarlos a participar en a la guerra. Todo el pueblo de Israel se quedó más débil, más vulnerable a ataques externos, después de la matanza de los efrateos derrotados.

Como ramas y distritos, barrios y estacas, y como iglesia mundial, nosotros estamos todos mucho más fuertes cuando seguimos a nuestros líderes a pesar de que se les olvidan los nombres, faltan saludar a alguien, u otras flaquezas humanas que seguramente tienen. También estamos todos más fuertes cuando no respondemos con rencor y venganza a los hermanos quienes, en un momento de debilidad o debido a dificultades de la vida que no tienen nada que ver con el caso, se ofenden por una insignificancia.

El Señor lo dijo de esta manera a los hermanos de los primeros días de la Restauración, «Cesad de ser ociosos, cesad de ser impuros, cesad de criticaros los unos a los otros…»[iv]

Por el otro lado, la fuerza de la unión también se ve en esta historia violenta del Libro de Jueces. Jefté era, literalmente, hijo de una prostituta. Fue rechazado por su propia familia y por su comunidad.[v]

Pero los líderes de Manasés tenían la humildad de reconocer que Jefté era un bravo, y el mejor indicado para hacer guerra contra los invasores amoritas. Asimismo, Jefté también dejó al lado el orgullo y aceptó la pesada responsabilidad de salvar a su pueblo, un pueblo que lo había rechazado de forma contundente y cruel.[vi]

Y los dos lados salieron ganando. Juntos, lograron vencer a los amonitas, algo que no habrían podido hacer sin la ayuda del otro.

Todos en la Iglesia somos imperfectos. Nos damos motivos inválidos, pero a veces también válidos, para no llevarnos bien los unos con los otros. Pero el Señor quiere que seamos uno. Quiere que seamos uno en Él, uno como iglesia, como pueblo del convenio. Esta unidad, a pesar de nuestras flaquezas, como individuos y como grupo, nos lleva a efectuar la obra de Dios de la forma que Él quiere, la única forma de hacerla bien: en unión.


[i] Doctrina y Convenios 38:27

[ii] Éxodo 34:12-17

[iii] Doctrina y Convenios 82:10

[iv] Doctrina y Convenios 88:124, énfasis agregado por el autor

[v] Jueces 11:1

[vi] Jueces 11:2-7