Por Gordon B. Hinckley, decimoquinto presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Del prefacio del libro «The Mission — Inside The Church of Jesus Christ of Latter-Day Saints».

Traducción por Diego Jiménez.

¿POR QUÉ SOY miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días? La respuesta, a simple vista, es sencilla. Fue la fe de mis padres y la de mis abuelos. Mi abuelo fue un pionero en el sentido mismo de la palabra. El cruzó las llanuras en carromatos y carruajes de bueyes y fue un líder local de la Iglesia prominente. Mi padre era educador, un hombre de negocios, e igualmente un oficial de la Iglesia prominente.

Pero mi fe es más que un asunto de herencia. Mucho más. La verdadera fe es el fruto de la lectura, del pensamiento y de la oración de búsqueda. Puesto que involucra un sistema de creencia que es demandante y lleno de desafíos, la fe jamás ha venido fácilmente. Tampoco lo ha hecho la voluntad de intentar vivir de acuerdo a las palabras de Jesús en una sociedad que tan a menudo ofrece una adoración de labios a Sus enseñanzas.

¿Por qué soy miembro? Déjenme sugerir brevemente algunas de las creencias bajo las cuales está mi amor, y el que millones de otros hombres y mujeres tienen por esta Iglesia vital y vibrante y sus doctrinas.

Creo que hay algo maravilloso que reafirma una causa que ha perdurado a través de toda persecución concebible., una causa cuya historia ha sido narrada en la perseverancia de y valor de los miembros en el enfrentamiento de la adversidad más cruenta.

Más de 6,000 de los nuestros yacen enterrados en la gran ruta que hay entre el Río Misisipi y la ciudad de Nauvoo, Illinois, hasta el valle del Gran Lago Salado. Mi abuelo se adentró junto a su esposa hacia los valles del oeste. Ella falleció en el camino. Con sus propias manos el cavó un pozo a modo de tumba, preparó un rústico ataúd con de madera que el mismo cortó, y la dejó atrás en un vacío y solitario lugar de entierro, lugar que ninguno de nosotros conoce con exactitud. Como recordatorio de ese largo viaje, llevó en sus propios brazos a su hijo huérfano de madre.

La abuela de mi esposa era una mujer joven de 12 años cuando dejó Inglaterra con su familia en 1856. Se hallaban atrasados para comenzar la ruta pionera. Más de 200 de quienes viajaban con ellos murieron en las tormentas cargadas de nieve que azotaban las tierras elevadas que hoy se conoce como Wyoming. Su hermano murió. Su hermanita murió. Y antes de que llegaran al fin de ese viaje terrible, su madre murió. Sus propios pies se hallaban congelados. Usando las herramientas disponibles – un cuchillo carnicero y una sierra de cortar carne – el doctor le amputó los dedos de los pies. Como recordatorio de por vida, caminaba con dolor.

Uno no puede mirar atrás a sus antepasados de este tipo sin una introspectiva minuciosa, y sin hacerse la pregunta, ¿por qué lo hicieron? La respuesta viene: fue a causa de la convicción que ellos llevaban en sus corazones. Fue porque la religión en la que creían era mucho más grandiosa que cualquier fortuna o seguridad o comodidad de vida; era más preciosa que la vida misma. Su fe era la obra de Dios, digna de cualquier sacrificio.

Creo en la doctrina que da respuesta a las preguntas eternas ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde iré? La teología de esta Iglesia enseña que todos los hombres y mujeres son hijos e hijas de Dios, que vivimos con Él en un estado premortal, y que las vidas que hoy vivimos son parte de un gran viaje eterno. Hemos sido investidos con cualidades divinas y con instintos, y hemos sido enviados aquí para un “sabio y glorioso propósito”. Nuestro estado terrenal es una estación de prueba y una oportunidad. Es un período en el cual nos preparamos para la vida venidera. La inmortalidad es tan real como la mortalidad.

Creo en una religión que inequívocamente afirma de la divinidad del Señor Jesucristo. Al igual que los otros cristianos, creemos que la Santa Biblia contiene la palabra de Dios. El Antiguo Testamento mantiene un lugar especial en nuestra teología. El Nuevo Testamento llega a ser una declaración de la misión terrenal del Mesías prometido, a quien aceptamos y proclamamos como Salvador y Redentor. El Señor dijo, “Por boca de dos o de tres testigos conste toda palabra” (Mateo 18:16). La Biblia es el testamento del Viejo Mundo. El Libro de Mormón se erige como otro testamento de Jesucristo – es el testamento del Nuevo Mundo. Su poder para bien ha sido demostrado una y otra vez.

Millones alrededor del planeta quienes han leído y orado acerca de su veracidad han dado testimonio en sus oraciones de su origen divino y de su poder para cambiar vidas.

Creo en una religión que enseña la realidad y la importancia de la revelación continua. Tengo cierta dificultad con la filosofía de que Dios reveló Su voluntad a los profetas en los días antiguos cuando la vida era relativamente sencilla, pero que Su boca permanece cerrada en estos tiempos tan difíciles y complicados. Necesitamos revelación hoy tanto como se necesitaba en cualquier otro punto de la historia de la tierra.

Hoy, tal como en los días pasados, la Iglesia es guiada por el espíritu de revelación. Sostenemos un grupo de tres hombres como la Primera Presidencia y a otros doce hombres en el Quórum de los Doce Apóstoles como “profetas, videntes y reveladores”. He visto el poder de la revelación manifestado entre ellos.

Creo en una fe que es constante en un mundo de valores cambiantes. Hemos visto un cambio tremendo en los patrones de la conducta moral y espiritual en los últimos años. Las iglesias son grandes conservadores de verdad. Mi religión sigue enseñando, sin equivocación alguna o apología, que la virtud personal debe ser nutrida, que la honestidad y la integridad son centrales para nuestra conducta, que la civilidad debe ser practicada, que la bondad es una responsabilidad que nos incumbe, y que el respeto por las creencias de y prácticas de los demás es un principio que no puede ser evitado si uno es cristiano. Podemos diferir de asuntos doctrinales sin llegar a ser beligerantes. Un artículo de fe señala “Reclamamos el derecho de adorar al Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio, que adoren cómo, dónde o lo que deseen” (Artículos de Fe 11).

Creo en una religión que ofrece oportunidades de crecimiento, entrenamiento, educación y progreso. Donde quiera que esté establecida, su gran obra de administración es llevada a cabo por aquellos de los que están entre la membresía. No importa donde la Iglesia vaya, una de sus responsabilidades primarias es entrenar líderes. Los líderes locales de la Iglesia en Japón son japoneses. Los  de Noruega son noruegos. Cada hombre que vive su vida en armonía con las normas de la Iglesia es ordenado al sacerdocio – no es un privilegio reservado para unos pocos. Hay literalmente cientos de miles de oficiales locales que sirven sin compensación alguna más que un amor por el Señor y por todas las personas a su cargo. Al dar de este servicio desinteresado, estos individuos, desarrollan habilidades de liderazgo y hábitos de trabajo que los benefician en sus empleos regulares.

Ya que la Iglesia no tiene un clero pago, tiene los medios para construir los edificios que necesita para llevar a cabo muchos otros programas que enriquecen la vida de sus miembros.

Creo en una religión que honra y respeta a la mujer. Declaramos sin equivocación alguna que en esta Iglesia una mujer no camina ni delante ni atrás de un hombre, sino a su lado como igual. A las mujeres les son dadas oportunidades de grandes desafíos para el liderazgo, la enseñanza, para el crecimiento y la educación tanto de la mente como del corazón. Las mujeres dan sermones doctrinales en las reuniones sacramentales de la Iglesia. Ellas operan la organización continuada más antigua para mujeres en el mundo – y quizás la de mayor tamaño también, con más de tres millones de miembros. En más de 150 naciones, las mujeres mormonas llevan a cabo extensos programas de fomento para la educación, de desarrollo espiritual, y de servicio a los demás.

Creo en una religión que ofrece a cada individuo el derecho de saber por sí mismo o misma si esto es verdad. Jesús dijo, “El que quiera hacer la voluntad del él conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mí mismo” (Juan 7:17).

La fortaleza de la Iglesia no yace en sus bienes materiales, sino en los corazones de su pueblo. El primer domingo de cada mes, a todos los miembros se les insta a ayunar durante dos comidas a fin de dar el valor equivalente a éstas para el cuidado de los pobres y necesitados. Ninguno sufre en el proceso. Cualquiera de nosotros que sea un poco auto disciplinado puede practicar este régimen sencillo. Y a partir de esta práctica vienen los fondos, substanciales en número, para satisfacer las necesidades de aquellos que más lo necesitan. Mientras los gobiernos luchan con programas costosos y complejos, la Iglesia se esfuerza por cuidar a los suyos. Este programa ha resultado en la bendición de incontables números de hombres y mujeres en varias partes del mundo, tanto miembros como no miembros, quienes se han hallado desvalidos en circunstancias más allá de su control.

Ser un Santo de los Últimos Días involucra el sacrificio de tiempo y medios. Implica la consagración del esfuerzo y el ceñir su propia vida en armonía con el evangelio de Jesucristo. Pero todo esto trae consigo satisfacción, realización, paz mental – una de las experiencias de la felicidad – al esforzarse uno por servir al otro.

Creo en una Iglesia cuyas enseñanzas son nobles, elevadoras e inspiradoras. Noten la siguiente declaración doctrinal:

“La gloria de Dios es la inteligencia.”

“Cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con nosotros en la resurrección; y si en esta vida una persona adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y obediencia, hasta ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero.”

“Creemos en ser honestos, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos, y en hacer el bien a todos los hombres… Si hay algo virtuoso, bello, de buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos.”

A fin de volver a mi pregunta original, ¿Por qué soy miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días? Les he dado varias razones. Podría nombrar otras. Ellas significan mucho para mí. Y son de gran magnitud para otros tantos millones de hombres y mujeres alrededor del mundo.

Les invito a abrir las páginas de este libro tan extraordinario («The Mission – Inside the Church of Jesus Christ of Latter-Day Saints») y ver la vida de nuestra gente. Ellos hablan muchos idiomas y viven en distintas comunidades alrededor del planeta. Y cada uno de ellos puede pararse y decir, tal como yo lo digo: Esta religión es verdadera. Es la obra de Dios. Es el camino a la felicidad en esta vida y progreso eterno en la vida venidera.